“Estos son los que tengo, pero faltan los dos clavos enormes. Estos son los tornillos que sujetaban los clavos dentro de mis piernas para poder regenerar todo el hueso que había perdido”.

Leslie saca las piecitas metálicas de un frasco, las deja caer sobre la palma de su mano y hace un movimiento repetitivo, como pesando los objetos, o tal vez jugando con ellos para hacer música. Los carga con cuidado, podría decirse que hasta con cariño.
Lo primero que dice es que siente que es una locura conservar un recuerdo tangible de algo tan trágico. Pero no lo cree porque sea insensato, en absoluto, sino porque es loco, al verlos, pensar que en algún momento le aseguraron que no podría volver a caminar, o que incluso, probablemente, acabarían amputándole ambas piernas.
Le dijeron que quizás no conservaría sus extremidades inferiores, y lo hizo. Le dijeron que no se pondría de pie, y se paró. Le dijeron que no volvería a caminar, y empezó a andar. Le dijeron que no podría ser madre, y hoy tiene dos pequeñas que son su mundo entero.
“Guardo los tornillos para enseñarles a mis hijas que sobreviví por algo, que tienen que seguir luchando. Pase lo que pase, hay que dar la mejor cara y aprender. Te puede pasar la peor cosa del mundo, pero si no sacas de ahí una lección, va a ser en vano”, reflexiona.

Leslie Osterhage tenía 22 años y vivía plenamente su época universitaria. Estaba llena de energía, de vitalidad. Era su tiempo de salir con amigos y experimentar… pero un día, de pronto, todo se detuvo.
Estaba en una parrillada con sus dos mejores amigas. En algún momento de la noche, fue a comprar al grifo con uno de los chicos que estaban en la reunión. En un juego inmaduro, en el trayecto él empezó a correr un poco con el auto, como intentando impresionarla. Y aunque no pasó nada en ese recorrido, el leve susto activó la intuición de Leslie. “Algo me decía ‘ponte el cinturón de seguridad, ponte el cinturón de seguridad’”, recuerda.
Más tarde, iban de regreso de una discoteca. Eran cinco personas en el carro. Leslie iba sentada detrás del asiento del copiloto, junto con sus dos amigas. De pronto, algo le llamó la atención, no recuerda qué. Antes de que se diera cuenta de cualquier cosa, apareció ante sus ojos una mezcla de colores; fue un movimiento violento, todos los objetos y colores se fusionaron en un suspiro. Después, todo se puso negro.
Era 25 de noviembre de 2007.
No recuerda haber sentido dolor alguno cuando abrió los ojos, pero notó que algo pasaba cuando la sangre empezó a manar de su boca. Se desabrochó el cinturón de seguridad e intentó levantarse para auxiliar a una de sus amigas, pero entonces sus fémures, sencillamente, colapsaron. Todo se apagó de nuevo ante sus ojos.
Volvió en sí. Apareció un fotógrafo disparándole flashes a la cara. Se sentía sola, gritaba de desamparo y de dolor. Hasta que llegó Luis, el bombero que se metió dentro del carro, quien la abrazó y le dijo: “Tranquila, ya estamos acá y te vamos a sacar. Tienes que estar tranquila, tú eres fuerte”. Nunca ha vuelto a verlo desde ese día, pero jamás olvidará su voz ni sus palabras. Esa fue su primera señal de luz.
A lo largo del relato de lo que fue esa noche, Leslie, naturalmente, se quiebra. Su voz pierde tersura, pero a pesar de todo, sus palabras se mantienen llenas de ecuanimidad, de pura sabiduría.
***
Fue impactante despertar en la clínica y no reconocer al hombre que tenía enfrente. Era su padre, pero los gestos del sufrimiento que le producía ver a Leslie en ese estado, volvieron sus rasgos completamente extraños. Es verdad: el dolor desfigura, destruye. Pero de eso que queda, como demuestra Leslie, siempre se puede volver a edificar.
Su madre no le permitió ver espejos por varias semanas: los huesos de su nariz y pómulos se habían hecho polvo. Hubo que ponerle férulas en toda la cara. Es imposible escuchar a Leslie y no sentir un nudo en la garganta; pero ella consigue sanarlo, es ahí que aparece su propia luz.
“Pudo ser mil veces peor. Los doctores decían que era increíble que me hubiese hecho añicos los huesos, pero que mi piel ni mi músculo tuvieran perforación. No le veían lógica a que no me hubiese quedado ni una marca”.
Es verdad. Las huellas del accidente no se notan externamente, pero otras sí quedaron en su memoria: tres de las personas que iban con ella esa noche, fallecieron; la cuarta estuvo en coma por trauma cerebral.
***
Cuando llegó la Navidad, ya estaba de vuelta en casa. Cada fuego artificial volvía a detonar el pavor. Luego transcurrieron meses en cama, de volver a aprender a gatear, a arrastrarse y, poco a poco, de empezar a caminar con andador y con muletas ortopédicas. El milagro estaba operando de nuevo en ella.
Hasta que en una siguiente revisión con rayos X, vieron que la calcificación de los huesos de Leslie se había estancado, lo que podría haber detenido por completo su recuperación. Necesitaba que se forme ese hueso. La operaron con una nueva estrategia y, por suerte, funcionó.
“Todas las mañanas, mi papá me preparaba quaker; me decía ‘toma este quaker y vas a ver que en unos meses tu hueso va a estar completo’. Al mes, me dijeron que había solución, y yo le dije ‘papá, es tu quaker’”. Esa avena con leche condensada, la “chanchada” que le preparaba su padre con dulzura y amor, aunque no lo digan los médicos, tiene que haber sido parte de su sanación.
***
La recuperación psicológica fue mucho más dura que la física, en palabras de Leslie. Cientos de personas que no conocía iban a la clínica solamente para ver como había quedado después del accidente. Cuando volvió a la universidad, al año siguiente, recibió mensajes que la acusaban y señalaban por haber subido a ese carro; o por, supuestamente, haber bebido esa noche.

Llegaron la depresión, la culpa; pero como nunca ha dejado de luchar, supo pedir y recibir ayuda espiritual y psicológica a tiempo para poder enfrentarlas. “Yo creo que personas que sobreviven a algo tan fuerte, un día acaban poniéndose frente a un espejo y se empiezan a preguntar ¿por qué…? ¿por qué sobreviví?”. Afortunadamente, su respuesta apareció en la forma más perfecta.
“La parte final y bonita de la historia es que encontré a un chino, que es mi esposo ahora”, dice, y de pronto, su rostro se ilumina. Al poco tiempo de empezar a salir con él, en 2014, Leslie quedó embarazada. En su primer control médico, el doctor le dijo: “Tu hija va a nacer el 25 de noviembre”, y ella lo entendió de inmediato. “Tuve que sobrevivir para que ella llegara”.
Leslie es hoy artista, ilustradora y emprendedora. Todo el camino recorrido, incluso con los obstáculos que han aparecido, la han traído a este momento en el que, finalmente, disfruta de la felicidad que siempre mereció.
Al preguntarle cómo se siente cada mañana, cuando abre los ojos, en lugar de respuestas edulcoradas o trilladas, ella responde con determinación:
“Me siento preparada”.
No le causa dolor ver los tornillos; de hecho, son para ella un trofeo, una evidencia de que le ganó a esa prueba gigantesca. “Yo pude más que lo que me pasó”. Y es que solo con esa energía se puede conseguir reconstruir los huesos desde el puro polvo.


Comentarios